jueves, 5 de febrero de 2015

AMOR EN LA ISLA

Hola a todos.
Este mes de febrero habrá bastante actividad en el blog. Quiero terminar dos de los relatos que tengo aquí pendientes: Amor en la isla y Un amor soñado. 
Poco a poco, sin prisa, pero sin pausa.
Y empecemos con Amor en la isla. 

-Enrique y yo nos vamos a casar-anunció de sopetón la señorita María Cano a sus padres-Lo hemos hablado y nos amamos.
                         Corría la década de 1870. La señorita María Cano había recibido una educación esmerada. Pero tenía muy claro lo que quería. Y lo que quería era casarse con su hermano adoptivo, Enrique Cano.
                          Estaba la familia Cano reunida a la mesa dando cuenta de un cocido de pelotas a la hora de la cena.
                            María era la hija de doña María Isabel Rodríguez y de don Diego Cano.
                           Doña María Isabel era miembro de una de las familias más ricas de toda la comarca. Don Diego, en cambio, era el hijo de una prostituta. En contra de la opinión de la familia de ella, contrajeron matrimonio. Don Diego era comerciante. Su esposa y él sólo habían tenido una hija, María. Enrique era su hijo adoptivo. Lo recogieron de la calle cuando tenía cinco años.
-Así es-intervino el joven.
                            Era una noticia inesperada para el matrimonio. María contuvo el aliento.
                            Enrique y ella eran como hermanos. Sin embargo, hacía años que María sabía que Enrique no era su hermano de sangre. Por ese motivo, se habían enamorado. Su mayor deseo era casarse. Fundar juntos una familia, como lo habían hecho doña María Isabel y don Diego.
-¿Lo habéis pensado bien?-les interrogó don Diego con la voz estrangulada.
                          Enrique asintió.
                          Su mayor anhelo era convertir a María en su esposa. ¿Por qué no iba a querer casarse con ella?
-Padre, si Enrique y yo no podemos casarnos, me meto a monja-le advirtió María a don Diego con voz gélida-Y le dejo a usted y a madre sin nietos. ¡No es ninguna amenaza!
-¡Por Dios, hija!-se sobresaltó-¡Qué locuras dices!
-Dejadme que lo piense-pidió don Diego.
                           Era evidente que estaba bajo una fuerte impresión. María no podía pedirle más.

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